sábado, 11 de febrero de 2017

LUNA LLENA: Página blanca

En los días de luna llena "El amor después del mediodía" les lleva de viaje por el placer y el terror del cuento...con Milan Vargas.

Al salir la luna de febrero...




PÁGINA BLANCA


Puta página blanca. Hacía varias horas que Sol se estrujaba los sesos como un limón para extraer del pantano de su inconsciente las escenas que quería proyectar. En vano ; no había ni imágenes, ni palabras; como una puta película muda cuando se avería la antena.

En esos casos solía soltar el cacho para dejar las cosas desbloquearse solas. Pero aquí, ahora…no era posible. Hacía un mes que duraba esa comedia. Veía desfilar el calendario y dentro de dos meses su editor empezaría a hacer preguntas. Rudy al teléfono era como charlar con un oficial de la Stasi. Por eso se obligó a quedarse delante de la dichosa pantalla que proyectaba su estúpido azul sobre su cara y la mesa de despacho.

Pasadas varias horas, su vista empezó a nublarse. Se quitó las gafas para frotarse los ojos. La blancura de la página empezó a desplegarse delante de él como una tundra helada e indiferente. El puntero burlón parpadeaba al principio de la primera línea. Le entraron ganas de coger el ordenador y tirarlo por la claraboya… Zorra, era demasiado estrecha, no cabía.

Sol sentía las ideas a flor de cráneo. Pero un delgado himen separaba su cosquilleo de una verdadera inspiración. ¡Mierda ! ¡Era frustrante !

Cuando estaba a punto de tirar la toalla para abandonarse a un inquieto sueño, le pareció ver algo moverse. A penas perceptible. En frente, ¡si, si! ¡Allí delante de él ! Absurdo. Debía ser el polvo acumulado sobre la pantalla, el cansancio y su astigmatismo que hacía de las suyas…

Pero no. El fenómeno creció, sutilmente, pero inexorablemente. Una onda gris, aterciopelada y apenas visible, recorría la blancura. Poco a poco las formas se hicieron más nítidas… ¿las formas? Bancos de niebla mas bien. Una bruma espesa que desfilaba lentamente desvelando a regañadientes y por intermitencia un paisaje desolado de hielo y nieve.

Sol no pudo contener su impulso de agacharse hacia delante. La pantalla cada vez más cerca exhalaba un halo gélido. Su mano sintió las fauces del frío. Cuando tocó la superficie, estalló como una burbuja, y las nubes invadieron la habitación. En pocos segundos las paredes del ático ya no eran visibles. Sol tiritaba. Se levantó y fue a buscar su  duffle-coat. Debajo de sus pies las escamas de nieve crujieron. No encontró el camino de su armario, ni la cama que no estaba tan lejos y contra la cual se daba con los dedos de los pies más a menudo de lo que quería admitir. En su lugar, nada más que la inmensidad aterciopelada et gélido abrazo.

 ¡Se dio la vuelta hacia la mesa de su despacho para buscar las llaves y salir del cuarto cuanto antes! Delante de él en vez de despacho la niebla se apartó revelando una espesa mata de zarza con espinas largas y negras. Sol estaba en pleno pánico, hasta el punto de olvidarse de la temperatura que reinaba en este lugar. Por encima de él las nubes se hicieron menos densas e inmensas siluetas se dibujaron como las sombras chinescas de unos titanes. Primero quietas, empezaron a asomarse hacia él mientras emitían un extraño y profundo zumbido. Aulló hasta perder la razón mientras una mano del tamaño de una casa se le acercaba.

Alzados sobre el cuerpo del inquilino que estaba prostrado sobre el suelo de la buhardilla, el señor Marcinkiewicz, y el Dr. Houle estaban perplejos. Kazimierz Marcinkiewicz estaba preparándose tranquilamente uno de esos cafés nocturnos que eran su especialidad. Lo estaba haciendo en su cocinita anticuada, cuando soltó la taza en el fregadero al oír un concierto de aullidos. Venían de arriba. Cuando llegó, encontró a su inquilino tumbado en el suelo en plena crisis. Sumido en el pánico, llamó precipitadamente a su médico de confianza. No tardó en llegar. El facultativo, cogió y examinó la mano del enfermo y luego le levantó el párpado. El pulso era débil pero estable. No obstante nada explicaba semejante hipotermia.

Años después, mientras mordisqueaba su pipa, el Doctor Ernest Houle seguía haciendo mil conjeturas. ¿Cuál era el origen de las terribles quemaduras de frío que había en las manos del paciente?


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