No se agota nunca la capacidad de inventiva visual y de embelesamiento dramático de Manoel De Oliveira. Ya no vamos a loar más cuestiones accesorias. Ya da igual. Ya no hay nada que decir.
Su película, lejos de una supuesta teatralidad que se le achaca, en sentido peyorativo, funciona y sugiere a todos los niveles imaginables y por imaginar. Desde su fantasmagórica y absolutamente fascinante barriada decimonónica tan dickensiana transitando hacia la fantasmal presencia en espíritu o en cuerpo de un hijo ausente y la huella mental que deja en su familia, las soterradas emociones y actitudes de un seres de los que se insiste en su pobreza, las interpretaciones del reparto (una de las más grandes de Claudia Cardinale), las largas tomas donde crece la emoción, la asunción de pecados propios y ajenos...
Es tal la complejidad de lectura de esta película extremadamente sencilla, hermosa y total que habrá que volver sobre ella en breve, y lamentar una vez más que ni exhibidores ni muchos festivales domésticos o urbanos se hayan partido el brazo por ella, vergonzosamente fuera de la circulación normal. Una vez más.
Quede abierta esta entrada, para ser completada física o mentalmente, para ser pensada sin un final o conclusión a la vista, como sólo las más grandes merecen.
Es una de sus mejores películas, qué duda cabe. Esa irrupción del hijo, que lo rompe todo, es magistra, y qué cierre le da, cortando antes de donde lo dejó Brandao.
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