LOS MAESTROS CANTORES DE NUREMBERG
Como la cadena Yelmo se ha quedado con los
cines de Castelldefels se presentaba la oportunidad de celebrar más
cerca de casa mi par de veladas anuales con el Metropolitan. Así pues me
encaminé hacia ellos para enfrentarme a las seis horas (interludios
incluidos) de la obra de Richard Wagner “Los maestros cantores de
Nuremberg”, que imaginaba un reto titánico de desmedidas proporciones.
Cosas a referir. En primer lugar mi profunda
decepción por el cambio de ambiente. La sala grande del cine Icaria
está normalmente llena, y la última vez, cuando vi “Werther” de
Massenet, recurrieron a una segunda sala. Ambientazo de gala, sustituido
aquí por una tristísima y mortuoria sesión en la que no pasábamos de
diez personas. Un poco depresivo, una vez asista a otra velada en
febrero, me dan todas las ganas de volver a Barcelona para la temporada
2015/2016.
Cosas a referir. Ver a un James Levine, histórico director musical del teatro, en silla de ruedas y con dificultades de movilidad en las extremidades superiores dirigiendo a la orquesta de forma entusiasta. 71 años, una leyenda viva, amor por su trabajo y por el arte. Quien continuara con ese aplomo y esa devoción por lo que ama.
Tras la obertura empieza con un tono
estupendo de comedia una primera escena donde un recién llegado que ha
de aprender a aceptar las normas del lugar intenta cortejar a una
lugareña que no le hace ascos, como si esto fuese una versión wagneriana
de “El hombre tranquilo”. Y tras esa comedia el planteamiento del
meollo de la obra, cargado de un simbolismo tan evidente como bello.
Dicho frívolamente la obra trata de una “Operación triunfo” del siglo
XVI, dicho seriamente de la contraposición entre academicismo,
clasicismo y modernidad. Cómo juzgar algo que se vale de unas reglas que
no son las tuyas. Cómo el crítico tiene como función saber cambiar sus
propias reglas y adaptarse a otras. Wagner se vería reflejado
completamente en esta historia, situada en los primeros burgos europeos,
una de cuyas contribuciones fue la intensa consolidación de ese arte
como obra individual.
Y de repente ya ha pasado una hora y media en un suspiro, en el suspiro más fulgurante y absoluto.
El segundo acto dura a penas una hora, y es
una sola escena nocturna, la tercera de la función. Para tener una
duración total de 280 minutos se vertebra a partir de poquísimas
escenas. Otro acto arrebatador que sin embargo te coloca ante la
suposición de que vas a ver una conclusión larguísima.
El tercer acto incide aún mejor en sus
temas, y ese carácter individual de la obra repercute también en los
condicionantes, en nuestra mirada sobre la obra y todos los prejuicios
burgueses sobre la autoría que llevamos siglos teniendo. Tras la larga
escena en casa de Sachs, la obra concluye con una euforia y una
felicidad digna precisamente de Innisfree.
Hay una pareja protagonista, pero creo que
la obra se la lleva ese maestro cantor, ese crítico llamado Hans Sachs
que canta y explica cómo no es capaz de retener una melodía pero sin
embargo sigue pensando en ella. Ése es el proceso que hemos seguido los
que hemos descubierto el cine y la literatura modernas. Ahora estamos
inmersos en el descubrimiento de Wagner, con idénticas coordenadas.
Y no creo que nadie en la historia de la
música haya escrito semejante declaración de principios e intenciones,
semejante tratado de Arte a la par que obra de Arte en forma de ópera.
No creo que jamás se haya conseguido que 280 minutos pasen a esa
velocidad de vértigo, que jamás se haya hecho de la comedia y de las
emociones texturas tan vívidas.
Para hablar de creación y de formas nuevas
hay que hablar del amor que será, del que fue y del que pudo ser. Hay
que hablar de nuevas ventanas y de respeto por las antiguas. Hay que
hablar de tantas cosas, de todas y cada una de las que habla esta
descomunal e importantísima obra maestra para entender la creación
artística de los últimos 150 años y para entender al ser humano de todos
los tiempos.
Al finalizar Nueva York se viene abajo,
supongo que Barcelona también, en nuestro triste cementerio desfilamos
en silencio, yo tarareo por lo bajo felicísimo, exultante. Ya conocía
“El oro del Rhin”, pero como con Proust, como con Antonioni, ha nacido
una historia de amor.