jueves, 14 de enero de 2016

LA MONTAÑA MÁGICA



Publicada en el Cine Club Tourneur el 13 de agosto de 2005

Un mes y medio sería considerado poco tiempo por los
habitantes del sanatorio Berghof para tuberculosos, en
el que tanto se relativiza y se anula el paso de los
días. Algún lector occidental podría considerarlo
mucho, más si se trata de leer una novela de casi 1000
páginas en su versión castellana, por la cuál sustituí
la catalana una vez que hubo que devolverla a la
biblioteca:"La montaña mágica" de Thomas Mann.

A mí me ha parecido poquísimo tiempo, aún habiéndola
alargado además conscientemente esos 45 días, amén de
un tiempo "frustrante" en el que constantemente los
diversos niveles y dimensiones que iba adquiriendo la
narración me sugerían que haría falta una relectura
futura para si quiera profundizar ligeramente, ir más
allá de esas superficialísima capa en la que sientes
que te has quedado.

El tiempo es uno de lo temas centrales en esta odisea
vivida por Hans Castorp en el Berghof, que empieza
visitando a su primo durante tres semanas y acaba
quedándose por bastante más tiempo del imaginado.
Inútil e injusto explicar mucho más, por inabarcable y
porque casi parece que mentar su desarrollo argumental
es una traición a la magia de esta montaña alpina que
me ha tenido absolutamente fascinado y conmovido.

No son 1000 páginas de frenesí ininterrumpido, lo
lógico es que por momentos uno desfallezca a las
treinta o cuarenta páginas de cada una de las
numerosas conversaciones filosóficas entre el jesuita
Naphta y el francmasón Settembrini [empeñados, como
insiste repetidamente la novela en su segunda mitad,
en disputarse el alma de Hans (ahí me acordé de lo que
me dijo Goio acerca de lo que realmente se disputan,
al igual que cuando en el episodio del noble holandés
que tanto fascina a Hans, insiste la novela en el
enfado de las mujeres por el carácter poco literario y
pasional del muchacho)]. 


Pero nada, uno se sobrepone a dichas conversaciones
intelectuales, que no dejan de tener cierta
brillantez, tanto en la argumentación liberal como en
la más oscurantista, y se deja envolver por la
creación tan vívida, lúcida, romántica, mórbida y
decadente de ese microuniverso, por esa galería de
personajes fantasmagóricos y por el estilo de un
Thomas Mann que empieza con una presentación al lector
de los más animosa y se despendola felizmente en el
último tercio con reflexiones y anticipaciones sobre
su propia narración, que funcionan como complicidad
acertadísima con el lector.

Novelón (en el sentido cualitativo) de una intensidad
emocional estratosférica, sugestivo y turbador como él
solito, bellísimo y entrañable. De las mejores obras
jamás leídas. 

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