EL CAZADOR

Como antídoto para la profunda depresión que producen algunas de las últimas películas de Steven Spielberg o Francis Ford Coppola (y copio mil veces que no pienso que el cine del pasado sea mejor), qué mejor que volver a los tiempos en los que esta generación no había perdido la cabeza, si no que además los estudios permitían con frecuencia la realización de películas para mayores de 14 años.

Es vibrante imaginar a Michael Cimino concebir una catedral como "El cazador",  que hoy en día sería impensable. A pesar de haber trascendido por  la mítica de la ruleta rusa, sorprende que el segundo acto, el dedicado a Vietnam, ocupe tan sólo 40 minutos, el más breve de los tres grandes en los se estructura la película, y sólo se vuelva a esa ruleta, en una de las memorables escenas finales. Es más melodramática que bélica.

"El cazador" comienza en las montañas, en medio de una serie de rituales. La salida del trabajo de la fundición, una juerga en el bar, una boda, una partida de caza, para desde ahí enlazar con la crueldad cegadora de la guerra y cerrar el círculo cuando los rituales ceden a la intimidad y a las heridas físicas y psicológicas de ese grupo de amigos. En esa intimidad qué formidables están todos (Meryl Streep, a la que no idolatro especialmente, está antológica).

"El cazador" asombra hoy en día por la autenticidad y la cercanía con la que retrata el devenir vital de esas personas corrientes devoradas por esa guerra, por cómo mezcla, si se me permite la ilustrativa simpleza, a Cassavetes y a Coppola en la misma película, cine pequeño y poderoso y gran novela americana.

En esa línea de ambición artística haría después "La puerta del cielo", quizás aún mejor película y la antítesis de este gran éxito que fue "El cazador". Cimino fue en los 70 precisamente eso, una suerte de novelista decimonónico como lo había sido Stroheim en los 20. No sólo un cineasta de ambiciones y largo recorrido, un retratista cuidadoso de unos tiempos vertiginosos y unos personajes que cobraban verdadera vida.