Produce una enorme euforia, regocijo y honda satisfacción el visionado de una película como "Belle toujours".
En primer lugar porque continua el glorioso e imparable desmentido de uno de los grandes malentendidos cinéfilos (como alguien lo definió) de los años 90, acerca de la pesadez de un tal Manoel de Oliveira, crucificado por todos los chistes junto con otro maestro como Abbas Kiarostami, que, azares del destino, ha sido rehabilitado más rápido. Me da igual los años que tenga este señor, pero ya es la tercera película soberbia de verdad que veo de él y me parece que guarda muchos tesoros que han pasado por muermazos sin que muchos nos hayamos molestado en comprobar si existían verdaderas y consistentes razones, si los juicios no habían sido apresurados.
En primer lugar porque continua el glorioso e imparable desmentido de uno de los grandes malentendidos cinéfilos (como alguien lo definió) de los años 90, acerca de la pesadez de un tal Manoel de Oliveira, crucificado por todos los chistes junto con otro maestro como Abbas Kiarostami, que, azares del destino, ha sido rehabilitado más rápido. Me da igual los años que tenga este señor, pero ya es la tercera película soberbia de verdad que veo de él y me parece que guarda muchos tesoros que han pasado por muermazos sin que muchos nos hayamos molestado en comprobar si existían verdaderas y consistentes razones, si los juicios no habían sido apresurados.
En segundo lugar porque me llega en el año en que he descubierto en una copia digital excelsa "Belle de jour", de la que "Belle toujours" es una nota a pie de página, inesperadamente divertida y saludablemente breve y ligera.
Hacen los ojos chiribitas las composiciones visuales de Oliveira, su manejo de la secuencia, la puntuación magistral de las escenas con esas vistas de París (que sustituyen a las habituales de Lisboa). Un recital de manejo, uso y disfrute de la imagen, interpretado como si de un juego se tratara por Michel Piccoli, la musa de Rivette Bulle Ogier, y el entrañable Ricardo Trêpa.
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