viernes, 13 de mayo de 2016

LA HERMANA BLANCA (1923)


Sin  menoscabar ni sobrevalorar el magnífico trabajo de dirección de Henry King, que construye una película sólida, larga y de fluida y bella narrativa donde los lugares dicen mucho de los personajes y de las emociones, nos encontramos nuevamente ante una muestra imponente de actriz-autora de la película.

No consigo ver que un empeño como éste tenga el menor sentido u objeto sin el rostro de Lillian Gish. De hecho me suscita escaso interés su remake de los años 30 con Helen Hayes, donde no dudo ni de la solvencia de Victor Fleming ni del buen hacer de la Hayes.

Pero es que Lillian Gish es un caso sin parangón en la historia del cine. Schrader se la dejó en el título de su famosa tesis sobre el estilo trascendental, debía haber acompañado a Ozu, Dreyer y Bresson. Muchos de sus planos en esta película explican el cine mudo, explican el cine, la transfiguración del rostro, el mistIcismo, la confluencia entre amor sacro y amor profano. De hecho la puntilla me la dio la banda sonora, harto de la insoportable música de su edición la sustituí un jueves santo por la pasión según San Juan de Bach. Los planos de la Gish se tornan celestiales. La comprensión del por qué de esta película se torna absoluta. Ella convierte en una obra maestra algo que no lo es.


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