Perdida (David Fincher, 2014)
Ante la nueva película de David Fincher, una de las mejores trayectorias del reciente cine comercial USA, sólo cabe quitarse el sombrero por su sabiduría para saber jugar sus cartas, es decir, sus potencialidades, saber dónde puede ser formidable y dónde puede embarrarse sin solución alguna. No es que no corra riesgos, es que ni vulgariza ni engola su voz narrativa para contar lo que quiere contar.
“Perdida” (Gone girl) es la adaptación de una novela de Gilian Flynn, firmante del guión de la película, y por tanto presumo que raramente será infiel a su propia obra. La historia es completa, total y absolutamente inverosímil. Carece de cualquier tipo de coherencia o realismo, pero una vez asumido, sus propias lecturas nacen de esa inverosimilitud.
Se ha asimilado mucho el trabajo de Fincher al de Hitchcock. No es simplemente una cuestión de calidades. Como Hitchcock, Fincher comprende la importancia de la información, el suspense antes que la sorpresa, el fetichismo de las imágenes, los rostros, los peinados, los lugares, la importancia de los detalles y de los objetos, el soterrado sentido del humor y el mimo a los actores secundarios.
Como Hitchcock, Fincher sabe jugar con la apreciación del público hacia los personajes. Hay algo que me parece fundamental en “Gone girl” y es la presencia del inexpresivo y acartonado Ben Affleck. Sólo un personaje tan vulgar y mezquino como el suyo puede dar sentido a una película, de haber sido un ser encantador o un actor carismático es probable que la obra hubiese virado peligrosamente a los extremos de una odisea de culpabilidad dudosa (como si de una versión postmoderna de “Mystic river” se tratara) o a los extremos de una ancestral y a estas alturas algo aburrida misoginia hollywoodiense de manual. Pero Fincher saber jugar con los dobleces del personaje y el actor resulta un monumental acierto de casting.
A pesar de que lo formule expresamente en algún momento, lo que creo que es algo parecido a un error, Fincher también juega con el mensaje de forma bastante airosa y potente. No sólo el personaje de Ben Affleck es lamentable, el de Neil Patrick Harris, que en principio debería representar sus antípodas, también es patético, sumergiendo a la protagonista (una excelsa y absolutamente inolvidable Rosamund Pike) en un mundo de hombres controladores y posesivos que la ostentan como un vulgar trofeo en un mundo de apariencias ante los demás y ante si mismos.
La película gira en torno a una representación, ante los personajes y ante el público, gira en torno a una mujer desaparecida como en “Psicosis” o “La aventura”, y está estructurada sobre el punto gravitatorio de un punto de ruptura, justamente introducido cuando la película parece adentrarse peligrosamente en ese rutinario mundo que mencionábamos de los culpables dudosos.
Después de ese punto de ruptura Fincher parece redoblar la apuesta y conduce la película a momentos que más que de Hitchcock podrían ser deudores el jolgorio y el delirium tremens de un Brian De Palma, pero es porque sabe que su juego de representaciones y de ambigüedades emocionales sólo lo puede expresar de esa forma grand guiñolesca, que si opta por un cierto realismo o una obra de tesis, precisamente su propia tesis naufragará por incapacidad expresiva. Fincher es Fincher, y no es Clint Eastwood ni Ingmar Bergman. Por suerte porque los susodichos ya existen o ya han existido.
“Gone girl”, desde sus fragmentados créditos iniciales, es una excelente película, una obra magistral sobre los fantasmas de la pareja, sobre lo que somos y sobre lo que figuramos. Cuenta lo mismo que “Nosotros no envejeceremos juntos”, que “Secretos de un matrimonio” o “Dos en la carretera”, pero se ajusta unos ropajes que le sirven, que se ciñen delicadamente y le quedan bien. Sabe qué ropa ponerse y que cuando realmente haría el ridículo sería impostando frases sentenciosas (que aún así alguna sigue sobrando) y una supuesta profundidad de manual del cine “de verdad”. Su mensaje está en la fibra de las imágenes. Llega alto, claro y atinado. Las costuras caen grácilmente sobre la América de frágiles e inmaduros del internet 2.0, y por extensión a Occidente, al igual que Bergman se ajustaba a la burguesía intelectual sueca de los años 70 o Allen a la neoyorkina. Los tiempos y sus gentes con su propia e intransferible expresión.
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