domingo, 20 de agosto de 2023

L'INCORONAZIONE DI POPPEA

 

Tarde de ¿gloria? en el Liceu. venga, sí, tarde de gloria, no vamos a lloriquear más de la cuenta. La verdad es que llevaba bastante alejado del coliseo de la Rambla un poco, bastante, muy harto de las moderneces de Àlex Ollé y la Fura dels Baus y toda la plétora y la pléyade de renovadores de la escena. ¿Entonces?, ¿cómo se me ocurre volver para ver un montaje firmado por Calixto Bieito?, del que puede que no tuviese aún el gusto, no al menos en vivo, un tipo que convierte a los otros en disciplinados monjes copistas de eunuca creatividad. ¿Por qué volver a por cuarenta tazas de lo mismo que nos aburre e irrita?. Cabe decir que desde hace años procuro no tener un rechazo infantil a toda innovación escénica pero no es fácil de entender que el teatro barcelonés sea a día de hoy rehén absoluto de estas reinterpretaciones escénicas discutibles, algunas muy pesadas, que tampoco es justo considerar que sean buenas de per se.
La primera respuesta la tengo inmediatamente, a los cinco minutos de “La incoronazione di Poppea” considero seriamente largarme en el intermedio cual Carlos Boyero de la ópera. Asisto boquiabierto a cómo en la primera escena Fortuna y Virtud se quitan varias bragas y las acaban lanzando a la llamada galería premium que está situada a sus espaldas. Como un centenar de espectadores que están presenciando la ópera al fondo del escenario que es una de las primeras cosas que me sacan a patadas. Pienso que me parecería más claro y honesto asistir a un espectáculo en el Paral·lel, quizás ir directamente al Bagdad y disfrutar de las procacidades de las vedettes. La sensación de horterada que no me aporta nada no me la puede quitar de la piel.
Luego hay que padecer unos videos proyectados en una decena de pantallas gigantes a los laterales del escenarios, obra de la videoartista Sarah Derendinger, que muestran muchas veces a los protagonistas bañándose con abundante espuma y otras chorradas o gilipolleces que para mi carecen de sentido. Digo “chorradas” o “gilipolleces” no con ánimo de degradar el registro gratuitamente sino porque siempre intento escribir la palabra más precisa que refleje aquello que quiero decir y estos vocablos cumplen a la perfección con ello.
Sería largo y ocioso relatar la ristra de tonterías sin sentido que acontecen en el escenario, e insisto en que no es una pataleta infantil ni la reacción que el provocador espera del escandalizado provocado. Amén de una cosa muy curiosa en la ópera barroca, que es evidentemente una ópera muy erótica, lo muchísimo que se magrean en escena, por si se nos escapa ese erotismo argumental. Hay un tono zafio y esencialmente hortera en todo lo que acontece en el que no desentonaría que exclamáramos desde la butaca “¡Poppea!, qué par de melones”. A veces pienso, ¿de verdad les gustará a los intérpretes ese tono?, gente de contrastado recorrido como Julie Fuchs, David Hansen, sobre todo Magdalena Kozena o la muy válida Deanna Breiwick que se ve más forzada en escena a mostrar su belleza que sus cualidades vocales.
Se trata de un secuestro de la escena en toda regla, llega un punto en que ya nadie a penas puede ir a ver una versión canónica o modificada con un cierto y moderado buen gusto. ¿Por qué todas las producciones han de ser agresivas y provocadoras?, creo que hasta el propio Pasolini aborrecería de esa provocación convertida en rutina funcionarial. ¿Tanto nos odian?, vaya, que no todos tenemos mucho dinero y aplastamos al proletariado. Es un tópico pero seguro que ir al fútbol o a un concierto de algunos de los ídolos contemporáneos vale muchísimo más dinero que las localidades a veces modestas y alejadas al escenario que compramos algunos. ¿Cuál es la misión que se han autoencomendado Bieito y compañía?, ¿poner de relevancia qué exactamente?.
Pero bueno, pasado el descanso me quedo y como ya estoy vacunado ante el horrendo montaje de repente florece aquello que no había podido florecer del todo, aquello que me había traído hasta allí. Como en el cine en la ópera hay tres nombres, puedo conceder un cuarto, Wagner, Mozart y Monteverdi (vale, Haendel), que me producen un estado de ánimo similar al que me producen Dreyer, Mizoguchi o Satyajit Ray. Verdi y Puccini digamos que son como John Ford y Howard Hawks.
Pasado el descanso empiezo a escuchar esa ópera que ya conocía con verdadero placer y mi cabeza empieza a crear, fabular planes, proyectos y posibilidades. Monteverdi es uno de los más grandes, su música abre los poros, la mente, expande la vida y se infiltra en el aire como un dulce, poderoso veneno que pocos igualan, los referidos.
Al final, extrañamente, contradictoriamente salgo muy contento. Versión musical de Savall, interpretada por Le Concert des Nations, en las tres últimas funciones dirigido por Luca Guglielmi (esa letra pequeña enojosa del Liceu que sorprendió a alguno), pero bueno, Guglielmi es de la misma casa y por mi parte sería muy pretencioso pretender que si cierro los ojos distinguiría su dirección de la de Savall.
Al final, extrañamente, contradictoriamente salgo muy contento. Monteverdi puede con todo, es más grande que la vida. Bieito, por supuesto, no es rival para él.
 

 

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