Hay una tendencia de comportamiento morbosa y masoca que le impulsa a uno a ir a ver en cualquier festival o lista de estrenos anuales la película fénomeno hiperpublicitada del momento. Siempre hay un momento para la tontería, lo que en mi opinión favorece una visión del cine menos endogámica y militante, contribuye a no respirar siempre un aire excesivamente puro o contribuye a no comer siempre una comida tan sana o limpia de grasa, tan limpia que el sistema inmunitario acabe debilitándose en cualquiera de los dos casos. Contribuye a mantener fuertes los glóbulos blancos contra los ataques externos.
Por otra parte no pocas veces siente uno algunos remordimientos por regalarle tiempo, dinero y entradas de blog a ciertas pompas de jabón (que son las que dan lugar a destripes más largos y jugosos), que ya van a disfrutar de cientas e inmerecidas páginas en los periódicos, elogios desmesurados e injustos, bombardeo de spots televisivos, millones de recaudación y cientos de miles de ojos, cerebros y sensibilidades comentándolas. Pero qué se le va a hacer. Hacía tiempo que uno no madrugaba y desayunaba fuera para ir al cine de buena mañana (gozosa actividad de mi juventud), y aunque hay aún magníficos directores y películas por descubrir, sus obras sólo las habría visto tras un desayuno entre las cuatro paredes de casa, encerrados sus fotogramas en la pantalla de mi televisor y no libres y risueñas en la pantalla del Gran Auditori.
Situada esta psicosociología de la segunda película de Juan Antonio Bayona, para más inri debutante con la mediocre "El orfanato", decir de buenas a primeras que es una película sin grandes desequilibrios narrativos, con un montaje final de 107 minutos ajustados que se ven bien, sin caídas ni alargamientos excesivos. Bayona, dentro de sus limitaciones, podría aportar seguramente en Hollywood un control de la película y un sentido de la mesura que allí necesitan como el comer. No es una película especialmente aburrida y por supuesto es inmensamente superior a su opera prima.
Ahí termina todo. Luego empiezan a llegar las preguntas. Como por ejemplo por qué planificar una película sobre el tsunami del 2004 y no rodar nada mucho más sorprendente ni trepidante que lo que ya vimos en pantalla en el "Hereafter" de Clint Eastwood. Demonios, vamos a la sala para ver eso, lo más de lo más, para ver el tsunami. Lo que hay no es que esté mal, es que es lo mínimo que nos podrían mostrar en pantalla. Y de ser lo más impresionante desde el desembarco de Normandía como se ha escrito nada de nada.
Más preguntas. Además de esa escena del tsunami, qué tienes, qué pretendes contar exactamente, ¿cómo una familia se reencuentra en medio del caos?. De acuerdo. Pero por qué entonces apretar tantísimo el acelerador con las lágrimas de telefilm de sobremesa, las frases rimbombantes que provocan risa, las estampitas de familia feliz y guapísima acostando a los niños en el resort. ¿No será que la verdadera cinefilia endogámica viene de directores como Bayona que sólo pueden aspirar a copiar magistralmente a un Ron Howard cualquiera o a un Spielberg en horas bajas?.
Cuando Eastwood o Fabrice Du Welz en la excelente "Vinyan" mencionan el tsunami del 2004 lo usan como punto de partida para construir otra película fuera de allí, que a la vez engrandece y explica mejor el tsunami. ¿No será que la tragedia sólo puede afrontarse desde el distanciamiento?, ¿no será que realmente es muy difícil encontrar una buena película en el mismo corazón del tsunami o J.A Bayona y su guionista Sergio G. Sánchez (ejem) no tienen suficiente talento para tan colosal y dificilísima empresa?. Y menos si hay que construir personajes pegote para que las amigas salgan en la película.
Si acaso en el guión tan sólo hay una brizna de verdadera diversión o desparpajo de escritura. Esa pasión edípica en la que se insiste del hijo mayor por su madre (y es que debe ser traumante tener como madre a la hermosísima Naomi Watts, aunque salga magullada toda la película), pasión que se traduce en momentos tan sonrojantes del tipo "oh, dios mío qué vergüenza le he visto un pezón a mamá" y que culmina en la escena de agradecimiento del padre al hijo por haber cuidado a la madre. Sin esa subhistoria, que permite un cierto comentario a pie de página en sorna, "Lo imposible" se hunde en el fango de una vulgaridad demasiado pasmosa para ser cierta.
Porque ése es realmente el gran tema de la película. El personaje de la madre. Cómo el hijo mayor ocupa el lugar del padre, y cómo el padre es capaz de dejar solos a sus dos hijos pequeños (¡¡!!) para reencontrarse con su mujer, sin duda obnubilado por la noche de amor en off tras el poquito vino que queda.
Y por último. Aunque no soy muy amigo de análisis sociopolíticos de baratillo y me gusta centrarme en cuestiones puramente cinematográficas, es imposible abstraerse del brutal etnocentrismo de la película, llena de turistas caucásicos sufriendo que una vez que consiguen lo que quieren se piran echando leches gracias a las gestiones de una bondadosa compañía de seguros de la que se menciona el nombre alto y clarito, ni la mensajería de Zemeckis, ni los electrodomésticos de Wong Kar Wai. Lo de estos seguros hará historia.
No más aplausos ni vítores que en tantas otras sesiones. no se crean ni la mitad de lo que lean. No diré que no vayan a verla porque yo he ido, pero aviso que uno nunca se acaba de imaginar
del todo cuánto está picando. Además hay que ser pretencioso para decirnos que a la vuelta a casa pensemos en "el sentido de lo que hemos visto" como nos ha espetado Bayona antes de empezar la proyección. Un trabajo técnico perfecto absolutamente vacío. Me quedan cinco películas (una de ellas un clásico que ya he visto) y es imposible que alguna de ellas, mejores o peores, asuma menos riesgos y vuele tan tan bajo.